Pasaron quince días, en los cuales el hidalgo estuvo tranquilo, charlando de andanzas caballerescas con el cura, el barbero y Sancho, al que convenció para que fuese su escudero, prometiéndole el gobierno de una ínsula.
Sin despedirse don Quijote de su sobrina y del ama, ni Sancho de su mujer Teresa y de su hija Sanchica, una noche se fueron los dos sin que nadie los viera, y caminaron tanto que, al amanecer se tuvieron por seguros de que no los encontrarían aunque los buscasen.
Al cabo, descubrieron varios molinos, con sus aspas girando, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
-"Con esos desaforados gigantes entraré en batalla, que es buen servicio quitar tan mala simiente de la tierra."
-"Mire vuestra merced -replicó Sancho- que aquellos no son gigantes, sino molinos de viento."
Pero don Quijote arremetió con el molino que estaba delante, el cual volteó las aspas con tanta furia, que se llevó tras de sí al caballo y al caballero.
-"¿No le dije que no eran gigantes?"
-"Calla, amigo Sancho, que el sabio Frestón que me robó los libros, ha vuelto esos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento."
Siguieron el camino del Puerto Lápice, y toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea.
Al día siguiente, encontraron a unos pasajeros, y detrás de ellos venía un coche y un mozo de mulas. Al ver aquella comitiva, exclamó don Quijote:
-"Aquellos bultos negros son, sin duda, encantadores, que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche."
Y se plantó en mitad del camino, gritando:
-"Gente endiablada y descomunal, dejad a la princesa; si no, preparaos a recibir el castigo de vuestras malas obras."