Oyeron gran ruido en el aposento y que don Quijote decía a voces:

-"¡Tente, ladrón, malandrín, que aquí te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra!"

El caballero estaba soñando que reñía una batalla con el gigante enemigo de la princesa Micomicona, y daba grandes cuchilladas a unos cueros de vino que el ventero tenía allí almacenados.

Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante, y no la encontraba...

-"Todo lo de esta casa es encantamiento, que no aparece la cabeza que vi cortar, y la sangre corría como una fuente."

-"¿Qué sangre ni qué fuente? ¿No ves que la sangre y la fuente no es otra cosa que estos cueros que están horadados y el vino que mana de ellos?", gruñó Juan Palomeque.

El cura tranquilizó al desconfiado ventero, prometiéndole que le pagaría la reparación de los cueros de vino.

Tenía Dorotea de las manos a don Quijote, el cual, creyendo que se hallaba delante de la princesa, le dijo:

-"Bien puede vuestra grandeza vivir segura, y regresar a su reino de Micomicón, que el gigante ya no podrá impedirlo."

Dorotea le dio las gracias, y como su reino estaba camino del pueblo de don Quijote, allí se despedirían. Con esto, el Caballero de la Triste Figura volvió a dormirse y todos se retiraron del aposento.

A poco, Sancho, que había descubierto que la doncella Dorotea no era de ninguna manera princesa, subió al camarote de don Quijote y le despertó...

-"Levántese vuestra merced, y verá a la princesa Micomicona convertida en una doncella, llamada Dorotea."

Don Quijote no podía creer tal cosa, pero vistiéndose rápidamente, habló con Dorotea, la cual, por favorecer el regreso del caballero a su aldea, le explicó:

-"Quienquiera que os dijo que ya no soy la princesa, no os dijo la verdad."

El hidalgo quedó convencido, pero furioso por el embuste de su escudero, que pensaba que lo que allí estaba ocurriendo era cosa de encantamiento. Desde luego, todo era muy misterioso para Sancho, por eso no se sorprendió cuando llegaron a la venta unos pasajeros recién venidos de tierra de moros. 

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